Era un día cualquiera para Begoña, una
profesora de Lengua y Literatura de un instituto pequeño localizado en Altea,
una bonita población costera. Pero esta se había propuesto un reto: hacerles ver
cómo era la vida estudiantil cuando ella estudiaba, porque se había dado cuenta
tiempo atrás que sus alumnos estaban totalmente absorbidos por las nuevas
tecnologías. Por ejemplo, ella quería hacerles ver lo que suponía levantarse y
ponerse frente a la clase, en la pizarra, para resolver un ejercicio, porque en
el año 2030 todo había evolucionado tanto que las mesas eran tableros en los
que los alumnos escribían las respuestas a las preguntas que les hacía el
profesor y estas se proyectaban en la pared.
Para
este reto, Begoña tuvo que trabajar muchísimo, porque no era fácil en aquellos
tiempos encontrar mesas, sillas, pizarras o libros de los de antaño. Por ello,
la profesora tuvo que acudir a un rastro de antigüedades y comprar una pizarra
por 30 euros con la finalidad de llevarla al aula y después a su casa, donde se
imaginaría, tras verla allí colgada, que estaba dando clase a alumnos menos
dependientes de las nuevas tecnologías. Además, esta había tenido que coger de
su biblioteca personal muchos libros de todas las edades para llevarlas al
centro educativo con la ayuda de su marido.
Tras
decorar la clase como una clase del año 2005 aproximadamente, que es la fecha
en la que ella estudiaba en el instituto, se quedó admirada y muchos recuerdos
de su vida estudiantil le vinieron a la mente, pero estos pensamientos se
vieron interrumpidos por un pelotón de alumnos que, al entrar en clase, se
quedaron mudos de la impresión.
Una
vez que hubieron recuperado el habla Begoña les animó a entrar en ella y les
dijo de qué iba a tratar la clase de hoy: iban a dar clase a la antigua usanza,
sin utilizar tablets en las que coger apuntes, ni mesas en las que se
proyectasen las soluciones de los ejercicios en la pizarra ni libros
electrónicos con conexión a Internet en todo momento.
Los
alumnos mostraron interés en general, aunque siempre hay algunas excepciones
que no estuvieron de acuerdo. La clase comenzó y ella animó a sus alumnos para
que saliesen a la pizarra a analizar sintácticamente las oraciones que tenían
de deberes y, como nadie quería porque era una experiencia totalmente nueva
para ellos, tuvo que exigirle a la alumna más extrovertida de toda la clase que
saliese al encerado -esta palabra la desconocían totalmente-. Según su
criterio, esta actividad fue bien a causa de que consiguió que al menos esta
alumna perdiese el miedo a hablar en público -esta actividad la propuso a causa
de que consideraba que las nuevas tecnologías nos hacen ser cada vez más
introvertidos, porque sólo sabemos comunicarnos a través del teléfono móvil,
los ordenadores o los relojes digitales…la conversación cara a cara se había
perdido hacia el año 2017 lamentablemente-.
Finalmente,
Begoña les repartió un libro para cada uno de sus alumnos con la finalidad de
que experimentasen la sensación que sentía ella cuando era adolescente y abría
por primera vez un libro de papel después de haber conseguido que sus padres le
diesen dinero para comprarse otro más a pesar de que "ya tenía muchos y
dentro de poco no tendrían sitio donde ponerlos", como solían decir sus
padres. Entonces les comenzó a contar cuál fue su experiencia durante su
adolescencia: le encantaba el olor a libro nuevo, le encantaba ahorrar dinero
para comprarse un libro nuevo a pesar de que sus padres le decían que no había
más sitio en casa para ponerlos y que pronto tendría que marcharse de su
habitación para poner estanterías y convertirla en una biblioteca… Pero,
lamentablemente, sus alumnos no la entendían en absoluto porque, por ejemplo,
no comprendían que para seguir avanzando en la lectura tuviesen que girar la
página y no apretarle a un botón. Al vivir esta situación, Begoña se disgustó y
cayó en la cuenta de que las nuevas tecnologías habían provocado que los
alumnos se convirtiesen en zombis totalmente dependientes de pantallitas
portátiles y que ella sola no podría luchar contra la corriente. Por ello,
decidió que su proyecto finalizaba ahí y que, a partir de ese momento, sus
clases volverían a ser tradicionales: los alumnos seguirían leyendo en sus
libros electrónicos y seguirían sin saber comunicarse cara a cara con el mundo
que les rodea, porque todo lo ven y lo viven a través de una pantalla.
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