22 de
mayo de 2030
Hoy,
viernes, es el último día de clase de la semana, y casi del curso. Hace quince
años, el viernes era prácticamente un infierno llegar a las aulas a las ocho de
la mañana y “pelear” con todos esos adolescentes con las hormonas a flor de
piel. Todos los profesores entrábamos al centro con caras largas, el cansancio
asomando por las moradas ojeras y cargados de textos que teníamos que leer una
y otra vez como papagallos. Los alumnos nos saludaban a hurtadillas por los
pasillos, seguidos de una risita infantil, intentaban contarse secretos en voz
baja creyendo que no les estábamos escuchando. Recuerdo cuando inventaban
coartadas para explicar por qué no volvían del recreo a tiempo, mientras me
reía interiormente por lo inverosímiles que eran. ¡Qué tiempos!
Pero eso era hace quince años.
Actualmente, ya no acudimos al instituto para encontrarnos con todos esos niños
rebeldes, puesto que las clases virtuales han sustituido las sesiones
presenciales. Ya no madrugo todos los días para ir a trabajar, sino que grabo
las clases y las envío a mis alumnos, de los que solo conozco la IP de su
ordenador. Este nuevo sistema evita conflictos con los estudiantes y con los
padres, evita madrugones, responsabilidades, y las situaciones adversas que
puedan darse en el día a día en el aula. En definitiva: este nuevo plan de
estudios es un avance tecnológico ultra desarrollado para favorecer el proceso
de enseñanza/aprendizaje enfocado a alumnos nativo digitales, o algo así me
dijo el técnico que vino a casa a instalarme los nuevos software.
Al parecer no funciona del todo mal:
los alumnos tienen buenos resultados en las pruebas y, posiblemente,
conseguirán sus diplomas – o acreditaciones holográficas que los llaman ahora
-, así que los profesores debemos estar contentos. Pero aquí, sentada en la
soledad de mi despacho, corrigiendo el examen de 10.128.1.253, resuena en mis
oídos el griterío que mis alumnos formaban en los pasillos, o los silencios que
reinaban cuando preguntaba quién había leído el Lazarillo. Pero lo que más echo de menos es ver sus caras cada día,
hablar con ellos cuando lo necesitaban, reñirles cuando debía y, sobre todo, contagiarme
de la alegría que derrochaban aun cuando es viernes a las ocho de la mañana.
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