viernes, 22 de mayo de 2015

Nostalgia desde el futuro

22 de mayo de 2030

Hoy, viernes, es el último día de clase de la semana, y casi del curso. Hace quince años, el viernes era prácticamente un infierno llegar a las aulas a las ocho de la mañana y “pelear” con todos esos adolescentes con las hormonas a flor de piel. Todos los profesores entrábamos al centro con caras largas, el cansancio asomando por las moradas ojeras y cargados de textos que teníamos que leer una y otra vez como papagallos. Los alumnos nos saludaban a hurtadillas por los pasillos, seguidos de una risita infantil, intentaban contarse secretos en voz baja creyendo que no les estábamos escuchando. Recuerdo cuando inventaban coartadas para explicar por qué no volvían del recreo a tiempo, mientras me reía interiormente por lo inverosímiles que eran. ¡Qué tiempos!
            Pero eso era hace quince años. Actualmente, ya no acudimos al instituto para encontrarnos con todos esos niños rebeldes, puesto que las clases virtuales han sustituido las sesiones presenciales. Ya no madrugo todos los días para ir a trabajar, sino que grabo las clases y las envío a mis alumnos, de los que solo conozco la IP de su ordenador. Este nuevo sistema evita conflictos con los estudiantes y con los padres, evita madrugones, responsabilidades, y las situaciones adversas que puedan darse en el día a día en el aula. En definitiva: este nuevo plan de estudios es un avance tecnológico ultra desarrollado para favorecer el proceso de enseñanza/aprendizaje enfocado a alumnos nativo digitales, o algo así me dijo el técnico que vino a casa a instalarme los nuevos software.

            Al parecer no funciona del todo mal: los alumnos tienen buenos resultados en las pruebas y, posiblemente, conseguirán sus diplomas – o acreditaciones holográficas que los llaman ahora -, así que los profesores debemos estar contentos. Pero aquí, sentada en la soledad de mi despacho, corrigiendo el examen de 10.128.1.253, resuena en mis oídos el griterío que mis alumnos formaban en los pasillos, o los silencios que reinaban cuando preguntaba quién había leído el Lazarillo. Pero lo que más echo de menos es ver sus caras cada día, hablar con ellos cuando lo necesitaban, reñirles cuando debía y, sobre todo, contagiarme de la alegría que derrochaban aun cuando es viernes a las ocho de la mañana. 

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