"SIN: CARENCIA O FALTA DE ALGO"
El cielo amaneció grisáceo, como una enredadera de
rombos flagrantes, como la barrera electromagnética en la que se había
convertido. Los martes siempre llovía, a raudales, tonándose en un maremoto que
vivía más allá de la atmósfera; los miércoles hacía frío; los jueves calor; los
viernes viento; los sábados temblaba la Tierra; los domingos se eclipsaba la
luz y los lunes no existían. Se repetía este proceso una y otra vez como un
estribillo desgastado, sin que ninguna de todas aquellas cosas significara nada,
con lógica, pero sin argumentos, sin alternativas.
El niño de los ojos vidriosos y las retinas centelleantes
me contempló desde la puerta de la cocina y me hizo un gesto rígido con sus
labios de aluminio rosado. Una mueca privada de sentimiento; para otros, una
sonrisa. Pensar, siempre pensar en silencio, sin posibilidad de comunicarme,
desvinculada por completo de la lengua y el idioma. Los ojos chispeantes del
niño brillaron, y eso me indicó que tenía que apresurarme.
Cogí el abrigo desgastado del perchero giratorio,
que me saludó con incoherente pitido. La puerta de la entrada se abrió
despidiéndome con otro silbido más grave. El coche se encendió con un tintineo
vibrante. La emisora comenzó a susurrar ondas de fricción, metal y
electricidad. Era viernes, y hacía viento. Un viento cuyo ruido me recordaba a
la sacudida de placas de aluminio en el aire.
El niño me despidió desde la puerta alzando el
cilindro que tenía por brazo. Hice lo propio, y me atrevería a decir que mucho
más mecánico que el gesto del propio robot que habitaba en mi casa.
El automóvil se aparcó frente al edificio de cristal
y hierro quince minutos después. El tintineo cesó, la vibración de la emisora
se apagó como uno de esos antiguos televisores sin señal, que mueren. Sí, esos
a los que les dabas un golpe y revivían.
Me quedé plantada frente a las puertas cóncavas y
miré a mi alrededor, al resto de mis compañeros, que se dirigían hacia el
interior envueltos en sus gabardinas. Era viernes, y hacía viento. Era viernes,
y era el primer día de clase de la semana.
Entré en el edificio siguiendo a la muchedumbre, con
los ojos fijos en sus dispositivos memorísticos. En esos aparatos ovalados que
emitían mensajes codificados que aún no podía entender. Yo seguía pensando, con
palabras, con coherencia y cohesión.
Los alumnos, acompañados por sus niños de hojalata
bruñida, pulsaron el botón de sus aparatos en cuanto aparecí por la puerta,
dando paso a un coreografiado soliloquio tecnológico. Un do, re, mi sincronizado. Un saludo ceremonioso que no decía nada.
Tomé asiento y esperé a que comenzaran las exposiciones
orales. Se levantó el estudiante de la primera fila. Se subió a la palestra y
con su pulsera dorada alumbró el techo con imágenes del cielo de los sábados. Una
retahíla de imágenes que constituían un relato de libre interpretación, sin
marcadores discursivos, sin modos ni tiempos verbales, sin comas ni puntos, sin
introducción, nudo y desenlace. Y, sin embargo, establecida como la forma
perfecta de hacer las cosas, el nuevo lenguaje, la nueva visión del mundo. La
misma para todos, sin matices. Imágenes que se repetían todos los sábados.
Cogió un pequeño puntero, apretó un par de botones y automáticamente los
circuitos rectangulares de los pupitres de los alumnos se encendieron. El mío
también lo hizo. Un punto cuadrado, rojo, en medio de una plantilla blanca.
Me estremecí pensando en que no quedaba nada, y, por
primera vez en años, me atreví a pronunciar unas palabras cuya pronunciación ya
no recordaba:
—¿Qué hemos estado haciendo mal?
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